Frigerio y Michel arman la postal marketinera de una provincia ordenada. Pero Romero, Lauritto y Castagnino no pueden ponerse nada al hombro: donde van los putean, cargan con corrupción y arrastran una imagen negativa imposible de maquillar.
En Buenos Aires se vende «humo». Tanto Frigerio y Michel arman la escenografía de “provincia ordenada”, con intendentes como Romero, Lauritto y Castagnino puestos como modelos de gestión. Sin mebargo apenas ponen un pie en la calles entrerrianas, la postal se derrumba: los putean, tienen una imagen negativa imposible de levantar y no pueden ponerse nada al hombro.

Rosario Romero es presentada como intendenta con buena imagen. En Paraná la conocen de otra manera: barrios sin agua, transporte público colapsado, calles reventadas de baches y hasta la pérdida de la Fiesta de Disfraces, el evento cultural más importante de la ciudad. Romero arrastra el peso de haber sido ministra de Gobierno y ocupado cargos en los 20 años de Busti, Urribarri y Bordet, un ciclo marcado por corrupción y una provincia fundida.
Isa Castagnino, en Victoria, aparece como “administradora prolija”. La realidad: un escándalo de corrupción con hormigón vendido al propio municipio, un conflicto feroz con el campo por tasas abusivas y una gestión agotada por denuncias de ineficiencia.
José Lauritto, intendente de Concepción del Uruguay, tampoco puede posar de salvador. Su sola presencia recuerda la banda de los contratos truchos, la estafa más grande del Senado entrerriano, que bajo sus vicegobernaciones y las de Bahl desvió más de 50 millones de dólares. Esa mancha lo persigue y explica por qué evita mostrarse: cada foto revive el recuerdo de un desfalco histórico que marcó a fuego al peronismo entrerriano.
Pero lo más evidente, y lo que explica por qué ninguno de ellos logra levantar cabeza, es que la reprobada es la gestión. En un contexto político maniqueo, donde la sociedad se divide entre oficialismo y oposición, kirchneristas, libertarios, peronistas o lo que sea, los intendentes deberían surfear con niveles de aprobación altos y rechazo proporcional. Sin embargo, en Entre Ríos se da lo contrario: la aprobación es bajísima y los niveles de rechazo superan con creces cualquier parámetro.
Porque al vecino común no le importa si el intendente es kirchnerista, libertario, maoísta o del Partido Popular Soviético. Lo único que le importa es lo básico: que no haya pozos, que las luces funcionen, que la ciudad progrese, que la plata se invierta bien y que no se malgaste. Y en ese examen elemental, Romero, Lauritto y Castagnino fracasan rotundamente.
La Entre Ríos que Michel y Frigerio venden en Buenos Aires es de cartón pintado. En los barrios, en las ciudades, en las redes, la realidad es otra: intendentes con pasado manchado, gestiones sin respuestas y una bronca social que crece. El marketing tapa titulares, pero no puede tapar el repudio.